Artículo correspondiente a la columna semanal DE LA CABEZA del Diario La Nación de los sábados 13, 20 y 27 de julio de 2021. Todos los derechos reservados.
Si me dijeran que definiera a la especie humana, no parafrasearía a René Descartes con su "cogito, ergo sum", "pienso, luego existo", porque como bien lo definiera Antonio Damasio en su obra "El error de Descartes" (Editorial Planeta,1994) el ser humano antepone siempre la emoción a la razón, y eso se ve cuando le toca elegir, por ejemplo, entre dos hamburguesas: siempre termina eligiendo la de "marca" contra la "casera", aunque esta última sea más jugosa, grande y deliciosa: gana siempre el truco emocional implícito en el perverso marketing incesante de la marca multinacional (que en los niños alcanza el nivel de mayor maldad al querer introducir la felicidad en una cajita: la "cajita feliz"). De eso hablé mucho y varias veces en esta columna: del marketing emocional con el que nos venden gato por liebre o grasa por carne.
Hoy en día no podemos decir que las emociones son consecuencia solamente de lo que reaccionamos respecto a lo que nos rodea o de nuestro carácter, el que traemos "de fábrica". El desarrollo de las emociones implica una interacción sutil entre genes y entorno, entre mecanismos programados de forma innata y asociaciones aprendidas. Conductas innatas como la sonrisa se dan incluso en recién nacidos o se expresan en sueños. Con tiempo y aprendizaje, pasan a ser incorporadas en expresiones plenamente manifestadas. Nada tiene, pues, de extraño que uno de los aspectos de la emoción que se ha estudiado con mayor intensidad sea su expresión facial. Los estudios pioneros de Paul Ekman y sus colaboradores en los años sesenta y setenta sugerían que algunas expresiones faciales se compartían en todas las culturas. Ekman viajó a Nueva Guinea para investigar sobre las emociones de los naturales, en particular sus expresiones faciales. De su observación dedujo que había expresiones de un conjunto de emociones, las emociones básicas, de alcance universal en el género humano, cuyo fundamento radicaba en módulos cerebrales innatos. Conformaban ese elenco básico la alegría, la sorpresa, el miedo, la angustia, la repugnancia y la tristeza; podría sumarse alguna otra, como el desprecio.
La investigación reciente ha revelado que las expresiones faciales encierran otros aspectos que, por su finura, escapan a la observación común. Además, la antropología comparada ha demostrado que cada cultura categoriza las expresiones en distintos conceptos. El rostro humano expresa su emoción a través de 17 pares de músculos faciales, que compartimos en buena medida con los grandes primates.
Una ciencia de las emociones requiere hablar claro y tener bien definidos los conceptos, establecer con precisión los medios sensibles, las posibles herramientas de análisis estadísticamente poderosas y ordenar todas las hipótesis creativas. Aunque las emociones sean estados cerebrales y los mecanismos que las generan deban investigarse en neurobiología, sería una falacia deducir de ello que las emociones se hallan literalmente en el cerebro y pudiéramos descubrirlas con solo afinar las herramientas de observación y medición. Muy importante es saber que no es lo mismo producir emociones que tener emociones. Muchas partes del cerebro participan del mecanismo de la emoción, una sola de ellas aislada no lo produce ni li general. La emoción es una propiedad de todo el sistema nervioso, no en balde cuando algo nos emociona "nos da pirí" o "sentimos mariposas en el estómago": todas las partes operan conjuntamente para generar la propiedad. Hay sistemas cerebrales que determinan que el sujeto experimente las emociones. La experiencia consciente de las emociones es propiedad global de la persona (o de un animal), pero los mecanismos en cuya virtud se produce no poseen en sí mismos esa propiedad.
Si hablamos de las características que describen a las emociones, podemos decir que son varias. Destacan su gradualidad, lo que significa que no todos los estados poseen la misma intensidad: hay emociones "fuertes" e intensas y emociones pasajeras y "light". Propio de ellas es lo que se denomina en psicología su valencia, es decir, su dimensión dual (placer y desagrado, estímulo y respuesta) como antónimos sensitivos de la psiquis. También se toma en cuenta su persistencia, el estado emocional perdura más que el estímulo desencadenante, lo que implica que, aunque haya concluido el factor que emocionó, la sensación persiste e incluso se reaviva con el estímulo del recuerdo. Los autores analizan de forma exhaustiva otras propiedades como la generalización, el automatismo o la comunicación social, es decir, sentirse "totalmente bien" o "totalmente mal" con una emoción, sentirse automáticamente bien o mal cuando se genera un mismo estímulo emocional positivo o negativo, o sentirse apesadumbrado cuando "el ambiente" en general se siente "pesado", todos están mal o todos están bien (las emociones "se contagian"!!!)
Hoy en día sabemos que la reactividad emocional, la fuerza con que se expresan las emociones en cada persona, es una cualidad biológica, variable y con un gran componente congénito, es decir, la heredamos en buena medida de nuestros progenitores y va a determinar muchos aspectos y circunstancias de nuestra vida. Incluso en los niños muy pequeños se observa que, ante una misma frustración, cuando, por ejemplo, se les quita un juguete de las manos, su respuesta emocional puede ser muy diferente. Los hay que se enojan mucho y "se pichan", mostrando un gran berrinche, mientras que otros expresan su sentimiento de manera más suave y pacífica. Quienes tengan más de un hijo posiblemente han tenido ocasión de comprobarlo en su propia familia (los que tienen la suerte de tener mellizos como yo saben cuan diferentes pueden ser dos seres que están juntos desde su misma concepción). A los adultos nos ocurre lo mismo, pues somos muy diferentes en el modo y la fuerza con que se expresan nuestras emociones y sentimientos incluso en idénticas circunstancias.
Para concluir lo que hablamos sobre el misterioso mundo de las emociones, les prometí el sábado pasado contarles si las emociones pueden o no heredarse. Desde ya les cuento que la reactividad emocional, esa fuerza de expresión de los sentimientos, podría estar condicionada por causas o factores epigenéticos (es decir, que puedan estar en la información genética del individuo y solamente manifestarse mediante estímulos del ambiente). Ahora también sabemos que la reactividad emocional, la fuerza de expresión de los sentimientos, podría estar condicionada por causas o factores epigenéticos, es decir, por experiencias personales de los progenitores, como las situaciones de estrés que han vivido y que han podido marcar sus genes condicionando su expresión. Aunque no sabemos cómo, las marcas epigenéticas pueden transferirse al ADN de los gametos (espermatozoides y óvulos) que, a su vez, se transfieren a los descendientes en la fecundación. Así ha sido comprobado en experimentos con ratas donde las que fueron entrenadas a asociar un determinado olor a una descarga eléctrica en sus patas tuvieron descendientes con más sensibilidad a ese olor que las que no habían sufrido la misma experiencia. El aprendizaje de los progenitores causó cambios epigenéticos que facilitaron la expresión del gen que lleva la información para sintetizar la molécula sensible a ese olor. Ese cambio se transmite por los gametos y aumenta la sensibilidad del descendiente para ese mismo olor. De modo similar, las vivencias estresantes de los padres podrían condicionar epigenéticamente la sensibilidad emocional de los hijos, e incluso de los nietos, en determinadas situaciones, pues las marcas epigenéticas pueden heredarse con los propios genes, aunque no tienen la misma estabilidad que ellos y pueden añadirse o perderse en los cambios generacionales.
Entonces, la reactividad emocional es en buena medida, heredada. Ahora, lo que va a emocionarnos y a hacernos expresar los sentimientos con esa fuerza de la que venimos dotados depende de factores que ahora son ambientales y educativos. Heredamos la reactividad emocional, pero aprendemos a utilizarla según lo que hemos vivido cada uno y cómo nos enseñan y educan. Los estímulos, es decir, las palabras, hechos, ideas, pensamientos, personas, lugares y circunstancias que nos emocionan lo hacen porque en algún momento anterior de nuestra vida se asociaron a circunstancias que nos provocaron sentimientos como el miedo, la alegría, la vergüenza, el odio o el amor, entre otros muchos posibles. Muchas emociones son respuestas condicionadas, es decir, aprendidas, y esa asociación pudo producirse de forma automática y espontánea, como cuando al pararse inesperadamente el ascensor sentimos miedo, o de forma instructiva, como cuando se nos educa para ser solidarios y generosos o, para odiar a personas, colectivos o ideas. Nadie nace siendo Anabelle la muñeca maldita o Bambi, pero las experiencias vitales y la educación pueden orientar una alta reactividad emocional hacia el altruismo y la bondad o hacia la maldad y el horror.
Otros factores biológicos pueden además sumarse, como en el caso de los hombres, donde la presencia en su sangre y su cerebro de la hormona testosterona puede actuar sinérgicamente con la reactividad emocional heredada
Si la persona nace con una reactividad emocional determinada, solo faltan las situaciones personales o colectivas capaces de activar la expresión de los sentimientos incubados con la fuerza que cada uno lo hace. Desgraciadamente, no dejamos de comprobarlo con los casos de feminicidios y violencia familiar que coinciden con el género masculino con el triste protagonista violento.
En definitiva, las emociones mismas, como el miedo, el odio o el amor, no se heredan, pero sí heredamos una predisposición biológica para adquirirlas con mayor o menor facilidad y, sobre todo, para expresarlas con fuerza diferente en cada persona. Lo que de ningún modo heredamos son los estímulos y las causas que provocan las emociones y los sentimientos que tenemos, pues eso depende exclusivamente de nuestras vivencias personales y, sobre todo, de la educación que desde niños recibimos, algo que no deja de ser una buena noticia porque nos permite cultivar una sociedad en la que educativamente se promuevan los sentimientos positivos alejándonos de los negativos y corrosivos. La experiencia y la plasticidad cerebral también nos enseñan que la educación emocional puede ayudarnos, si no a evitar las emociones negativas, sí a modular e incluso evitar las expresiones indeseables que provocan. Y sobre todo, a manejar las emociones para no estar DE LA CABEZA. Nos leemos con otro tema en siete días...!!!
No hay comentarios:
Publicar un comentario